C’est magnifique! París es de esas ciudades que tienen un "no se qué”. Cada vez que escribo su nombre, en mi cabeza resuena un bandoneón, que se yo. Las callecitas empedradas plagadas de creperías, cafés bicicletas, vespas, arte y arte culinario, seducen hasta al más difícil.
París es pomposa, entre el aroma de las patisserie, la arquitectura tan característica y los movimientos de arte que emergen y se renuevan desde el comienzo de la historia, es sin dudas una ciudad para ir al menos una vez en la vida.
Es muy linda, pero me genera sensaciones encontradas. No hace mucho leí algo acerca del “síndrome de París” o algo por el estilo, que le sucede generalmente a asiáticos, que al llegar a París se deprimen porque la tienen tan idealizada como la “ciudad del amor”, que al llegar y conocerla, les deprime lo que se encuentran.
No es de extrañar, si se habla de la “ciudad del amor” y más que amor, lo que reina es el ego. Los palacios inmensos y estatuas de hombres que pretenden demostrar, en un pedestal, que son mejores que el resto. Los museos gigantescos e imponentes, llenos de obras de arte y piedras preciosas… ¿pero a costa de qué?
Pensar en los miles de aborígenes a los que les robaron todas esas piedras, que ellos sabían utilizar muy bien según sus distintas propiedades energéticas, para que vayan a parar a la corona gigante de un rey con complejo de inferioridad, no me hace sentir muy cómoda.
A pesar de mi indignación, el Louvre es increíble. La cantidad de obras y colecciones que se albergan en ese lugar, reuniendo los cimientos de movimientos artísticos y quiebres en la historia reflejados en el arte, no tienen desperdicio. Las combinaciones de colores, las pinceladas profundas de obras de hace más de 100 años que parecen recién hechas y las esculturas griegas se ganaron los primeros puestos en mis favoritos.
Compensando mi angustia del Louvre está Montmartre. Pausa. Ahora si. Yo creo que en otra vida viví ahí, tratando de ganarme la vida tocando algún instrumento en la calle o luchando por un puesto en la plaza.
Montmartre es el barrio de los artistas. Una colina prolija, rodeada de callecitas empedradas, balcones con flores de colores y artistas callejeros por doquier. Lo clásico y lo contemporáneo, lo tradicional y lo bizarro, todo convive en perfecta armonía. Pensar que se puede caminar en la misma plaza por donde Van Gogh, Gaugin, Dalí y Picasso, exponían sus obras, es realmente conmovedor.
La plaza es muy cotizada y sólo artistas consagrados pueden obtener un puesto allí. Como dicen que lo bueno llega para quien sabe esperar, algunos se anotan en listas de espera de hasta 10 años para poder tener un lugar ahí donde vender sus obras. El ambiente está bañado de olor a óleo, componente que se impregna y le da el toque especial al lugar.
A pocos metros está el Sacre Couer, la imponente catedral que le arranca un lagrimón hasta al menos cristiano. Con vista a la ciudad, vitros de colores y cientos de devotos que van a dejar sus plegarias, es magnífica e increíble.
Presenciar un domingo a la mañana en París es excelente. Las personas caminando con baguettes bajo el brazo, no tienen desperdicio. Llena de etnias, personajes, jóvenes, conservadores y liberales, París me da la sensación de que es una mujer impresionante, atada con un corset muy ajustado y súper maquillada. Como que su exterior está muy forzado para que sea perfecta, pero cuando descubrís lo que hay detrás, te podes llevar unas cuantas sorpresas.
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